(Foto: "Incursión" ) |
Aquel
sábado, mi padre me pidió que lo ayudara a reparar unos muebles viejos que
teníamos arrumados. No hubo escapatoria, sabía de memoria la rutina: buscar las
herramientas, radio unión con Los Belkins
como mega-estrellas del momento y un largo sermón de tipo dogmático, mientras
mis amigos del barrio, disfrutaban de un partido de fútbol, alardeando con
gritos desaforados que llegaban hasta mi triste prisión, donde yacía agobiado sosteniendo
alternadamente baldes de pintura o escaleras. En más de una ocasión había
pensado seriamente amotinarme encadenándome a la puerta del cuarto de baño durante
una noche de lluvia intensa, pero luego, volvía a la realidad. Ese era mi
destino inmediato. Las horas siguientes cumplieron con precisión mi designio;
la escalera, la pintura, la música y las charlas sobre moral ocuparon la mañana
completa. En tales circunstancias, mirar el reloj se había vuelto un hábito
patológico, lo hacía cada diez segundos, después cada cinco mientras el tiempo daba
la sensación de eternizarse. Recién mucho más tarde, cerca al mediodía, una descolorida
marcha turca emergía desde las entrañas de nuestro viejo reloj musical para dar
aviso de la hora del almuerzo, el momento exacto en el que me valía de ciertas
argucias, para escabullirme hacía el jardín de la casa, y después hacía la
calle, donde por fin podía unirme a mi tropa para disfrutar lo que tortuosamente
imaginaba en el transcurso de la mañana.
Después
de algunas maniobras ágiles me encontraba cerca de mi objetivo, cuando fui
descubierto en plena huida por mi madre que me hizo regresar sobre mis pasos y
sin mayores aspavientos, me preguntó dónde escapaba, y como ningún criminal que
se respeta devela sus planes, agaché la cabeza y guardé silencio. Ella me
levantó el rostro cogiéndome con delicadeza, me sonrió con esa ternura tan
propia de su santo ser y me dio dos Intis para refrescarme después de mi
jornada deportiva. La abracé con todas mis fuerzas pero apenas, cuando me
desprendía de su cuello para emprender la huida nuevamente, un estruendo remeció las
paredes de la casa, arrancándole una capa densa de polvo a los techos, haciendo
temblar todo, incluso nuestros cuerpos. A los pocos segundos, mi padre apareció
tomando a mis dos hermanas de la mano, como alma que lleva el diablo, y nos
ordenó correr hacia la habitación del fondo. Sus ojos desorbitados daban cuenta
de algún suceso siniestro, sin embargo, en cuanto entró a la sala, cuya ventana
daba directamente a la plaza de armas, hicimos una fila india y pasamos detrás
de él. Cuando abrió ligeramente una de las hojas de la ventana, una onda de asfixiante
polvo lo obligó a cerrarla nuevamente, entonces, su expresión de terror se
había acentuado más, nadie decía una sola palabra, pero era un hecho que algo
grave había ocurrido. Un rato después, calculando el paso de la polvareda,
volvió a dejar correr el pestillo y luego, deslizó cautelosamente de nuevo la
hoja de la ventana. El polvo había desaparecido casi por completo, pero ahora en
su lugar se alzaba una torre infinita de humo que, lo iba desplazando poco a
poco hasta que finalmente, también terminó disipándose, dejando tras de sí, las
paredes en ruinas de lo que hacía unos minutos, había sido la comisaría. Llamaradas
medianas escapaban aun por los huecos que habían dejado las puertas y ventanas después
de estallar. Mi padre volvió a insistir en que nos marcháramos al fondo de la
casa, pero nos empecinamos en quedarnos, y él, quizá paralizado por lo que
veía, no insistió. O tal vez simplemente, habíamos ensordecido. Lo cierto es
que delante de los escombros, empezaron a aparecer como en una pesadilla
horrenda, cuerpos inertes, algunos enteros, pero otros en pedazos, algunos aún
con vida clamando ayuda, pero la mayoría hechos jirones, y entre ellos Luis Guzmán,
mi vecino, mi mejor amigo, yacía tirado sobre la vereda, abrazando un pedazo de
pelota, con la mitad que le quedaba de cuerpo. Entonces quise gritar, abrí mi
boca tan grande como pude, pero solo pude exhalar un halo de silencio,
desesperadamente, lloraba a mares, pero no podía gritar, mi voz se había
apagado y las palabras eran imposibles.
Mi padre se dio cuenta que debía haber sido más drástico en su orden, así que
se arrodilló y me abrazó tan fuerte, como jamás lo había hecho, mientras en el
sofá, mi madre, se retorcía de angustia. Poco después, una turba de hombres, vestidos de llameros, descaradamente armados,
caminaba sin reparo entre los escombros, aplastaban sin asco los cuerpos
calcinados, arrimando con los pies aquellos que interrumpían su paso,
profiriendo arengas cargadas de odio, disparando indiscriminadamente. – Es un
ataque terrorista – le oí decir a mi madre entre sollozos.
Salimos de la sala detrás de mi padre, que entró al comedor a
coger algunas provisiones, y nos marchamos hacía el fondo de la casa,
mientras una lluvia de casquillos dorados, caían
sobre las calaminas, para después dormir en las goteras como el mismísimo
granizo en días de invierno. – Es un ataque terrorista – Volví a escuchar.
...
(Fragmento del relato "La lista negra" basado en el ataque terrorista del año 1984 a la ciudad de Coracora - Ayacucho - Perú)
Una etapa negra, que desgraciadamente muchos desconocen y otros quieren silenciar...Gracias por contarnos parte de esa historia que todos debemos conocer para no retornar jamás a lo mismo.
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