LA PRIMERA ESTACION

ESCRIBIR PARA SER ESCLAVOS, LEER PARA SER LIBRES...

26.6.16

11-A


Hace siglos el hombre decidió hacer de la venganza un instrumento socialmente permitido y regulable, para eso lo codificó le buscó un nombre moralmente aceptable y lo llamó justicia. Y con ese disfraz se han permitido pequeños o grandes actos criminales  de unos contra otros y se han derrocado imperios y escrito páginas negras en la historia, así fueron condenados Jesucristo y Sócrates y por supuesto también entre ciudadanos comunes y silvestres, invisibles gotas de veneno han sido inoculadas para destruir vidas. Y lo han logrado. En eso pensaba esta mañana mientras recorría el camino hacia el pabellón 11-A del penal Cristo Rey. Una ruta eternizada por la falta de pasadores en las zapatillas debido al decomiso en la entrada y por el acoso constante de los reclusos que como hojas secas desprendidas de un árbol muerto hace muchos otoños, van y vienen, pidiendo “Alguito” a cambio de caramelos o de su servicio no solicitado como guías o tal vez por el simple miedo al ir adentrándose en el más indeseable de los submundos, un pequeño tártaro que reúne a las mentes más retorcidas de la sociedad.
Casi una decena de puertas de acero van aislando los pabellones, rejas y más rejas, cerraduras inexpugnables, muros que parecen gigantes observándolo todo, callados pero en estado de alerta, luciendo sus frondosas melenas hechas de alambres de púa, guardias que van llenándote el brazo con sellos y los oídos de preguntas con sabor a amenaza, tal vez porque en el subconsciente tienen fijada la idea de que quien visita es más o menos lo mismo que quien es visitado. El periplo termina cuando atraviesas la última puerta y te encuentras en las entrañas del averno, rodeado de ladrones, psicópatas, violadores y toda clase de joyas antisociales que fijan sus miradas sobre ti al mismo tiempo y que se aproximan en manada, olfateándote como hienas hambrientas. Bienvenido al infierno. Dar marcha atrás es imposible, el último guardia tiene su escritorio afuera, la pesada reja es cerrada de inmediato y resguardada por los propios presos, otro de ellos va tomando nota de los datos de la visita, otro de darle aviso a quien se busca, otro de indicar donde esperar, otros de ofrecer postres o comida que preparan para vender a los visitantes, otros de mirar con desdén escupiendo la ilusión marchita de ver  que quien ha llegado no es aquel a quien llevan esperando días, meses o tal vez años. El instinto hace que uno se cuide las espaldas, el momento dura el doble, adentro el tiempo transcurre a un ritmo diferente indudablemente, es lento, eterno, tal vez por eso no hay relojes de pared, la salsa dura que se escucha en los parlantes de todo el pabellón aísla las conversaciones, hay que leer el lenguaje corporal, los más jóvenes deben estar hablando de sus record delictivos que generalmente los enorgullecen, los más viejos, de lo mucho que tarda la muerte en llegar; hay a quienes les quedan meses para salir y otros que no saldrán nunca, sus rostros lo evidencian, unos mascullan rabia, desesperación, otros, tristeza. Resignación.
Junto al comedor – que hace también de sala de visitas - hay un patio, allí reposan la mayoría de ellos, no hacen nada, buscan un poco de sol, entran, salen, saben que el tiempo sería más llevadero si aprovecharan los talleres que tienen a disposición, podrían aprender un oficio y cambiar sus destinos, pero no quieren, para muchos ese es su mundo, su familia, son fieras acostumbradas al cautiverio y una vez en libertad al no saber qué hacer con ella buscan volver a sus jaulas.
La espera termina cuando cruza el marco de la puerta un hombre diferente a los demás, es él, mi amigo de la infancia, de la adolescencia, de toda la vida, finalmente lo puedo ver después de varios años, su sonrisa bondadosa no ha cambiado, carga una mochila con el material que usa en su taller de cerámica, se ha vuelto un maestro artesano, cuando salga se dedicará a eso o a la música porque también es el experto tecladista de la orquesta del 11-A. O a ambas cosas. Me muestra parte de su extraordinario trabajo, ha aprovechado bien el tiempo y gracias a eso saldrá pronto, el aparato judicial le dio la espalda a pesar de ser un hombre de bien y de haber sido condenado sin pruebas por un acto de venganza, por eso aceptó con valentía la desgracia y buscó una ocupación que le ayude a reducir la pena. Las penas. A no perder la razón en ese lugar donde muchos enloquecen. Cuando no está en el taller se dedica a leer la biblia o a los ensayos con la orquesta o a darle clases de tarola a los de la banda de músicos del penal o a hablar por teléfono con sus hijos o con su madre que cuenta las horas para volver a verlo atravesando la puerta de su casa en la avenida 9 de diciembre, desde donde todavía niños salíamos en viejas motocicletas para recorrer las chacras de Coracora y a donde planeamos volver un día para celebrar su libertad. Nuestra libertad.
La salida es más difícil, hay que pagar deudas nunca adquiridas pero pendientes con los  vendedores, volver a arrastrar las zapatillas sin pasadores durante el extenso tramo de regreso y hacer una cola larguísima bajo un sol inclemente.
El carnet de abogado no me dio privilegio alguno como yo creía. Adentro todos somos iguales. Me hubiera disfrazado de cura. Hay que respetar la fila. Hay más orden en el penal que en el país. La justicia es tuerta. Hasta luego al inframundo…