Erase una vez un hombre
aferrado a la terrible idea de pasar su vida solo; un asceta, un anacoreta, lo
que se ajustase más a su modo de pensar.
Aseguraba él, entre sus
cotidianos monólogos de agnosticismo que,
el amor le era prescindible, que la soledad era con rigor, su verdadera
felicidad, o por lo menos, su único reducto de paz. Pero sabido es que, nadie
puede anticiparse a su destino y que solo el instante tiene un peso objetivo y
material, lo anterior y lo posterior son apenas la careta de algo inexistente.
Entonces, Era científicamente imposible saber si el hombre que quería pasar su
vida en soledad, lograría cumplir tamaño
cometido. La existencia es una incertidumbre absoluta que en el mejor de los supuestos,
podemos intentar dirigir y ninguna otra cosa más. Aunque cierto también es que,
un hombre con principios, tiene convicción y sabe mantener su postura, aún en
la adversidad. Esta es la historia de un hombre que solo sabía estar solo.
Alguna vez, aseguró con la
mirada puesta en el cielo que, su destino era no tener familia; ni hijos, ni
mujer, nada que lo atara a un núcleo, nada que lo convirtiera en un ser
gregario, acaso aceptando que su existencia era combustión constante, un polvorín en alerta
permanente, y con esa consigna, continuó con lo trazado; centró su tiempo en el
trabajo y el ahorro dispuesto a recorrer el mundo. Es imposible saber cuántos aviones,
buses y trenes abordó durante toda su vida, pero fueron cientos, en su intento
por huir de cualquier posibilidad, aunque fuera remota, de doblegarse ante la peligrosa
llegada de un amor viral, y así sucedió durante un largo tiempo, hasta que en determinado
momento, en el futuro, el agobio lo
detuvo y decidió dejar de huir y
establecerse tomando las precauciones necesarias, adquirió una propiedad escondida
en un olmedo, una pequeña casa que
decoró con sobriedad, pero con las peculiaridades de su extraña forma de ser,
aunque la mayor singularidad estaba en el menaje, con certeza, la cosa más
triste que pueda uno describir de lo visto entre todas las casas del mundo;
sobre una pequeña mesa se encontraban puestos: un vaso, una taza, un plato, un
juego de cubiertos, y al lado, una sola silla; sin duda, un caso Freudiano que, debía remitir al hombre
solitario hasta sus orígenes, su infancia, su estancia en el claustro materno, al
mismísimo momento de la concepción incluso. Sin embargo para él, esto no era
más que un estilo de vida, la urgente necesidad de nada, de nadie; su vocación
terrible de silencio, su amor por el vacío.
Cierta tarde, despertó con la
edad encima, ya tenía 59, 61 años tal vez, un número impar por supuesto. La senectud
había llegado a él sin hacer demasiado ruido, a pesar de que el silencio
imperaba en la casa, y podía escucharse incluso, la caída de una hoja. De la vejez
recién supo cuando estuvo establecida,
podía deberse el caso a la ausencia de gente en los pasadizos, los hijos, los
nietos nos recuerdan con toda naturalidad que ya pasamos la barrera del tiempo,
pero a solas, nada transcurre. O nada parece transcurrir.
Durante esos días, una ola
de consejeros empíricos invadieron su gueto, coincidentemente casi al mismo tiempo,
conformando lo que parecía una conspiración masiva; se trataba de algunos
amigos y familiares, entre ellos su madre, que llegaron para increparle su elección,
con el argumento de que todo esto era consecuencia de sus decisiones absurdas,
que ya no era edad para que una persona estuviera sola, pero al mismo tiempo, que era tarde para
remediarlo, es decir, simplemente se trataba de una lluvia de reproches sin arreglo
que, terminaron con una solución simple: el hombre les prohibió que volvieran a
visitarlo, y en este tramo de la historia, la casa se quedó efectivamente desolada.
El hombre desechó los sofás de 2 y 3 cuerpos, mandó clausurar el baño de
visitas y guardó en el sótano, el par de todos los objetos que hubieran venido
de a dos. De esta manera, continuó fielmente su plan, ahora – y quizás
realmente por primera vez - en absoluta soledad.
Es difícil entender si de
verdad fue feliz o no, con seguridad él mismo estaría esperando el último día
de su vida para hacer un balance y saber si su decisión había sido la correcta,
si su apuesta había tenido algún resultado favorable, la cara de su historia
decía que sí, un soltero empedernido, adinerado, recorriendo el mundo con
libertad, conociendo cientos y miles de mujeres de distintas latitudes, viviendo
amores furtivos de días o de horas, sin mayores responsabilidades que las de su
peso y su paso; una aventura aparentemente de ensueño. Pero el asunto requería
agotar hasta el último minuto de su existencia para darle el resultado, en el
instante final se preguntaría si había sido feliz y según la respuesta, se iría,
esbozando una sonrisa o con el gesto adusto de quien vivió equivocado. Aunque el destino no siempre es tan generoso, una madrugada,
fue sorprendido por un infarto fulminante que no le dio tiempo ni de cerrar los
ojos. Se desplomó en el piso del jardín, como una hoja seca. El otoño había
empezado.
El cadáver fue descubierto por
un cazador y después, trasladado a la morgue general, a la espera de algún
familiar o interesado. Pero sus estrategias habían funcionado tan perfectamente
que nadie jamás fue por él. El único detalle que escapo de sus manos fue
precisamente el de este episodio, terminó enterrado en una fosa común, mezclado
para la eternidad con decenas de cuerpos desconocidos. Ironías de la vida, o de
la muerte, según quiera uno verlo.
muy buena Helmut
ResponderEliminarEsta historia suena muy conocida, pero creo que el protagonista ya encontró su razón de ser y escribe ahora una nueva historia en compañía de alguien, saludos Helmut. Como siempre una buena historia.
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