(Foto: "Bar Pata Negra") |
Los bares son lugares extraños, albergando almas bizarras, cuerpos urgidos, espíritus frívolos; pero incluso todo esto, conforma solo la mitad de la historia, lo supe aquella noche…
Salimos en la madrugada - era mi último día en el D.F - el pretexto de la despedida fue perfecto para sumergirnos en el corazón de la colonia La Condesa. Encontramos un lugar decente que, salvo por la carta de tragos, no difería de ningún otro de los que había conocido en Latinoamérica. El lugar estaba plagado de gente que aprovechaba los espacios entre mesa y mesa para bailar. Y para nosotros, la bienvenida no pudo ser mejor, una hermosa mujer australiana – de su origen nos enteramos más tarde por la mesera - nos recibió cálidamente obsequiándonos sendas copas de Ruso negro.
Bebimos y bailamos sobre
nuestro propio eje, mientras observábamos el ritmo y rituales de los visitantes
de la noche: turistas europeos buscando compañía, encontrando compañía,
ejecutivos con hermosas jóvenes de ropa y plática abreviada, pero de tarifas
largas, mujeres con mala fortuna para el amor buscando consuelo ilusamente. En
cierto momento, en un arranque de perversión imaginé que tal vez disipando el
ruido y en otro horario, ese lugar podía fungir perfectamente de templo
religioso, tenía los elementos necesarios: cuerpos, pecado, diezmos, ojos
inquisidores, el vino y la carne. Tal blasfemia me sugirió – y sin
remordimiento alguno - la pérdida de la
cordura. Al fin y al cabo, era mi último día en México.
La escena surrealista se
completó poco después, con la repentina aparición de un hombre de unos 65 años
que entró al bar tambaleándose, su mirada perdida apuntó hacía nosotros, se
acercó con la confianza que solo el alcohol puede dar, pero el recelo fue el
primer golpe de la noche, apenas le respondimos el saludo por inercia,
escuchamos sin el mínimo interes su perorata ininteligible y volvimos a
nuestros asuntos. El hombre, con rostro consternado, se perdió en la penumbra.
Nada extraordinario ocurrió. El paso de la noche es inexorable.
Más tarde, por esa misma
penumbra, volvió a aparecer el caballero, ya con un andar más sereno,
evidenciando cierta sobriedad. Nuevamente se dirigió a nosotros, entonces
éramos solo mi amigo, el periodista y escritor Marco Rodríguez y yo. Decidimos
escucharlo con más atención, por respeto o quizá por mera humanidad, y así
entendimos que el hombre buscaba solo una cosa: hablar, o mejor dicho, y para ser
más exactos con los hechos, ser escuchado.
Acompañamos la extraordinaria
escena con unas copas de mezcal y dejamos que Ambrosio – ese es su nombre – tuviera
el tiempo necesario para desahogar aquello que sus ojos empañados develaban
como urgente.
Aquí conocí la otra mitad de la historia de los bares que aún ignoraba, no solo se trataba de cuerpos buscando alivio, ni de putas, ni de ejecutivos frustrados; también había quienes buscaban escondites ordinarios plagados de gente, simplemente para sentirse arropados, para que quizá, alguna madrugada de abril, la suerte les deje contar la historia de su vida. El alcohol no es ninguna salida para una existencia miserable, pero está, las estadísticas son insulsas, lo objetivo y concreto es que la gente sigue buscando refugio en una botella y así será siempre, y a decir verdad, después de esa madrugada, por primera vez lo entendí, sin juzgar. Solo lo entendí.
Ambrosio Es natural de
Durango, y fue deportado a Chile en el año 70, por haber participado en el
movimiento del año 68 con la universidad de Shapingo, reclamando derechos
justos. Al volver a México terminó la carrera de agronomía y se convirtió en un
exitoso empresario agrícola, sin embargo el libro de su vida tiene más páginas dolorosas
que felices, su voz entrecortada aún rebota en mi cabeza:
- ¡Estoy aquí, porque mataron a mi esposa y mi
hijo, los pinches narcos cabrones fueron!... Y nadie más.
El nudo en la garganta no se
diluyó con el mezcal como suele decirse. Guardamos silencio absoluto, cruzamos
miradas, estremecidos ante la escalofriante idea de lo que debe ser vivirlo en
carne propia.
El silencio se rompió con la
voz del propio Ambrosio:
- Ojala hubiera una guerra, yo iría pinche
madre! Ya no tengo nada que perder, ya no le tengo miedo a nada ni a nadie,
antes tenía temor como todos, ahora no, que me disparen si quieren, ¡hijos de
puta! mejor. Me quiero morir, la vida me vale madre, soy un pobre diablo. Dijo.
- - ¡Mi niño tenía tu edad carajo! era coreback en un club de fútbol americano.
Añadió, mirándome directamente.
Los ojos se le llenaron de lágrimas
y el silencio volvió a posarse como si repentinamente una esfera invisible nos
aislara del ruido del lugar, que ya en ese instante me parecía deplorable. Mi
reacción fue instintiva, lo abracé como si fuera el hijo que perdió. Debió
sentirlo así o confundirme entre el alcohol y el dolor.
- ¡Te quiero! – me dijo.
Nos marchamos del bar mucho
más tarde y ya en la calle noté que algo en el mundo había cambiado, la ciudad
era otra, las ciudades eran otras, o tal vez simplemente, la mirada era otra.
Desde entonces no he dejado de pensar en Ambrosio y la familia que perdió, su casa en la avenida Ámsterdam, el dinero y la idea errada que se tiene sobre su uso, en la muerte, en mi propia familia, la urgencia de llegar a casa y abrazar a todos, en los perros callejeros, en los árboles talados, en los poemas ignorados por sus destinatarios, en las luces de neón, en las hojas secas, en los mares solitarios, en México, las razones que me llevaron a ese inmenso país, a esa ciudad, a esa colonia, a ese bar.
Desde entonces no he dejado de pensar en Ambrosio y la familia que perdió, su casa en la avenida Ámsterdam, el dinero y la idea errada que se tiene sobre su uso, en la muerte, en mi propia familia, la urgencia de llegar a casa y abrazar a todos, en los perros callejeros, en los árboles talados, en los poemas ignorados por sus destinatarios, en las luces de neón, en las hojas secas, en los mares solitarios, en México, las razones que me llevaron a ese inmenso país, a esa ciudad, a esa colonia, a ese bar.
Se dice que no existen las
casualidades, tal vez sea cierto, debo corroborarlo una de estas madrugadas, recorriendo
algún bar de la ciudad.
Lindo relato, es muy cierto los hechos son la mitad de la historia... La otra mitad ella la tienen los protagonistas... No podemos juzgar sin conocerla completa ... Y aún así no sería valedero....
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