Hace 18 años como hoy 24 de
octubre, me embriagué por primera vez; tenía entonces 13 años, poco dinero y una
compañera fantástica. Aquella noche sumando nuestros ahorros, pudimos comprar 2
botellas de ron. Sin gaseosita. Los rones eran rubios, ella era morena, y yo
era un niño del cual recuerdo muy poco, salvo la desbordante alegría y las
ganas de comerse el mundo.
Cerca de la madrugada,
cuando el pueblo se perdía entre el baile y el alcohol por su aniversario,
nosotros caminábamos sin parar, sin rumbo, sin tiempo, sin apuro, aplanando las
calles como se solía decir, bebiendo a lo macho, de pico, sorbos grandes, el
frío arreciaba, pero las ganas de perder la noción de todo, mucho más. En poco,
nos vimos ebrios, tomados de la mano o del brazo, tambaleándonos, con la
certeza de que una eventual caída no sería tan dura sobre el piso de tierra;
incluso la idea de dormir apoyados en la puerta de cualquier casa, estaba
dentro de lo planeado, porque a esas horas, con seguridad las nuestras tenían
la aldaba interior puesta, a la vieja usanza. Pero nada de eso sucedió, y del
resto de nuestro periplo recuerdo como en un viejo y hermoso sueño que
terminamos bailando en medio de una comparsa con gentes que no conocíamos pero
que nos acogieron con familiaridad. Nos quedamos con esos extraños amigos,
zapateando hasta el amanecer. Hasta que nos duelan los huesos. Hasta que
retumben las paredes. Hasta que ella aprendiera como se disfrutaba en mi
tierra.
Cuando la luz del día empezó a develar caras y
cuerpos, nos alejamos con disimulo y sin despedirnos, zigzagueantes, al ritmo
del arpa y el violín, del cajeo
magistral y las voces aguardientosas
de los que aún se quedaban entonando aquella maravillosa canción llamada una linda Coracoreña.
Poco después llegamos a la
anticuchería de doña Natty que con
seguridad no se hubiera dado cuenta de nuestro estado, si no hubiera sido
porque confundimos el ají con el detergente para platos. Éramos dos ebrios irresponsables
– ahora pienso que así deben sentirse quienes se emborrachan por nada – y con
los anticuchos verde limón pero bien calientitos, nos fuimos a su casa. Ya en
su puerta, hice todo lo que un verdadero
hombre debe hacer… abrí la puerta, le hice bajar los peldaños de la mano para
evitar que se cayera, me despedí con un abrazo limpio y me marché con la
promesa de volver a verla.
Pocas horas después se fue
de Coracora. Nunca más la volví a ver.
Hoy que mi pueblo está de
fiesta, recuerdo que entre todo lo malo y bueno que se dice de el, hay algunas
certezas irrefutables: que todos nosotros, tuvimos una infancia incomparablemente
feliz entre sus calles, que muchos de nosotros nos enamoramos por primera vez
bajo la oscuridad cómplice de esos rinconcitos donde no había luz por culpa del
gordo Escobar, y que tal vez todos, pensamos volver a nuestra tierra amada para
envejecer y dejar ir el alma entre recuerdos maravillosos de ese lugar donde
crecer no tiene comparación.
Cada 24 de octubre Coracora celebra, y yo a lo lejos recuerdo y espero el regreso, para volver a embriagarme irresponsablemente, por nada. Viviendo nomas, como el niño aquel de la alegría inconmensurable. Como tú. Como todos nosotros.
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