LA PRIMERA ESTACION

ESCRIBIR PARA SER ESCLAVOS, LEER PARA SER LIBRES...

31.3.12

EL HOMBRE QUE NO PODIA MORIR

(Sinfonía 40 de W. A. Mozart)


Abrí los ojos con el letargo de aquel que ha pasado un siglo dormido, me tomé algún tiempo para estirar el cuerpo, haciendo tronar mis huesos con tal fuerza, que parecieron romperse. Me quedé durante un instante mirando fijamente lo profundo inverso del cielo que acaso en ese rato, me pareció más celeste que nunca. Un pájaro negro que atravesó el espacio, rompió abruptamente ese hilo etéreo, entonces, tuve la sensación de caer de espaldas sobre el mundo real. Me pregunté qué hora podía ser, observé el sol pálido perdiéndose al fondo, en el horizonte y deduje de ese ocaso, el atardecer. Levanté la muñeca izquierda para corroborarlo mirando la hora en el hermoso reloj que poco tiempo atrás me habían enviado de España y que aun presumía párvulamente porque funcionaba a pulso. Las manecillas estaban detenidas a las ocho de la noche, ¡era imposible! mi flamante reloj no fallaba jamás y solo se detenía cuando me lo quitaba. Me puse de pie contrariado, entonces, me di de cara con un raro paraje que jamás había visto, se trataba de un páramo solitario y extenso, bañado de arena blanca y que empecé a recorrer  primero en tramos cortos, después, fueron metros y al final, kilómetros, sin nada cerca, ni lejos, sencillamente sin nada. El sol seguía fijo en el mismo punto, como un dibujo en relieve, el cielo y su celeste acuarela, mi reloj y sus manecillas inmóviles.
Después de una larga caminata, por fin me pareció llegar a terreno fértil, un pequeño oasis asomaba el ojo en las faldas de una duna enana, seguí calmadamente sabiéndome salvado por esa digna fuente de agua, pero luego, recordé la jugarreta de los espejismos, de manera que me acerqué más bien con sigilo, procurando no romper la alucinación en caso lo fuera, casi de puntillas sobre la arena ardiente, hasta que me vi a orillas de la fuente, que primero me había parecido un lago, después una laguna, más adelante un pequeño pozo, finalmente, no era más que un charco mediano, consumido por las fauces del propio desierto sediento. Ya en hinojos, hice con mis manos un pocillo, y lo sumergí procurando la mayor cantidad de agua, entonces, una horrenda imagen que habitaba lo profundo de mis manos me espantó al punto del salto, era mi reflejo pero al mismo tiempo no lo era, es decir, se trataba de una versión miserable de mi propio ser, la última vez que me había visto en un espejo mi piel era aún lozana y joven, y ahora de pronto, estaba acabado como un cadáver, con los ojos hundidos y negros, con los labios morados y resecos, con la piel al ras del hueso, sin uñas ni pelos, sin latidos ni pulso, pero de pie, medio muerto, o tal vez, medio vivo.
Metí mi rostro entre las manos esperando enjuagar  la pesadilla, pero nada sucedió, después, metí la cabeza completa en el charco, y ya adentro, abrí los ojos esperanzado, pero en cambio, me vi abrumado, al encontrarme frente a frente con otros miles de seres con los rostros igualmente apesadumbrados, buscando ilusos, despertar de sus propias pesadillas, mirándose lastimeramente unos a otros, soltando ayes entre las burbujas, llorando desconsoladamente hasta darle vida a ese charco que se había llenado con el llanto de esos muchos cadáveres y también con el mío, que me desgarraba impulsado por una rara urgencia, deshaciéndome en profunda pena, acompañando ese triste coro con el que ya en conjunto, entonamos un réquiem.
Cuando saqué la cabeza del agua, aun sollozante, el escenario había cambiado completamente, aquél páramo árido en el que había despertado, estaba transformado en un  especie de cueva plagada de pantanos que parecían estar a punto de ebullición, un olor fétido emanaba de sus entrañas negras, mientras que aquellos seres con los que me había topado dentro del agua, ahora deambulaban a su suerte, sin rumbo ni sentido, llorando, siempre llorando. Intenté averiguar dónde estaba, pero nadie me respondió, pregunté a todos los que pude, pero ninguno me dio razón, cada quien, seguía su ruta penitente y de vez en cuando, alguno caía de rodillas, clamándome algo en una lengua ininteligible, sus cuerpos parecían arder lentamente, la piel de sus manos se quedaba adosada a los jirones de mi ropa, y lo demás de sus débiles cuerpos, caía por pedazos a mis pies. En mi intento de huir, aplastaba sus carnes putrefactas, e incluso, me llevaba en la ropa, pedazos adheridos y aun trémulos, que trataba de desprender con repudio. Después de recorrer un extenso tramo sin  destino, divisé a lo lejos los destellos de una luz carmesí bastante tenue, así que aceleré el paso tomando el camino directo a lo que parecía ser una salida.  Perseguí la luz durante un buen tiempo, pero jamás pude acercarme realmente, la distancia siempre era la misma, se trataba solo de un juego de horror, yo era inducido, mi voluntad estaba controlada por algún extraño ente habitante de la cueva, por eso, seguí caminando aun sin quererlo, aplastando huesos y restos, la oscuridad era total y aun así, eludía automáticamente los obstáculos, como una marioneta del infierno.
No sé cuánto tiempo pasé en ese extraño ritual de falsa fuga, pero me daba la sensación de que habían sido años, me tocaba de vez en cuando, no notaba grandes diferencias, seguía siendo el mismo esqueleto animado que había visto reflejado en el charco del páramo. Al fin y al cabo, no tenía posibilidad de ser menos que ese despojo viviente, pero esa rara sensación de tiempo era latente, habían pasado años con seguridad.
Décadas o siglos después, me detuve por fin, pues la chispa roja que perseguí durante tanto tiempo desapareció repentinamente, y en su lugar se encendieron enormes y potentes lámparas, iluminando un nuevo espacio, ahora era un confortable salón decorado con buen gusto. Mientras apreciaba la rareza del lugar, fui sorprendido por el ruidoso ingreso de una banda de esqueléticos y alegres músicos que hacían gala de un repertorio variado, con melodías que recordaba vagamente de otros tiempos, mientras media docena de bailarinas también cadavéricas, pero elegantemente vestidas y con mucha clase, se movían al son de la música. Después de la apoteósica bienvenida, miré mi reflejo en una bandeja de plata que pasó cerca, mi estado era el mismo que el de ellos. Habían pasado siglos. Nadie hacía preguntas y a diferencia de las escenas anteriores, aquí no habían quejas ni penas, la orquesta y los asistentes - que sin que me diera cuenta, yacían de pronto sentados bebiendo en mesas bien atendidas por coquetas y huesudas meseras - eran felices, yo mismo me sentía extrañamente reconfortado, aunque al igual que en el largo periplo por el túnel, seguí moviéndome por un extraño impulso ajeno a mí, así, de pronto me vi bebiendo un extraordinario vino y luego, bailando con dos damas difuntas, diestras en el ritmo. Más tarde, ya ebrios, cantamos juntos hermosas canciones que jamás había oído, pero cuya letra me sabía perfectamente. No sé cuánto duró la fiesta, supuse que también podía ser cuestión de años, pero finalmente al igual que en los otros lugares, hubo un corte brusco, los músicos se callaron de golpe, los invitados se sentaron sin chistar y se acomodaron en una larga fila, mirando de frente contra una de las paredes, me abrieron campo amablemente y continuaron con la mirada fija en el horizonte de piedra, donde también fijé la mía por inercia. Segundos después, las luces se apagaron completamente y un ecran se deslizó a lo largo y ancho del muro. La pantalla se encendió emitiendo una melodía que me era bastante familiar, pero que no pude identificar en el momento, sin embargo, la profunda melancolía en la que me sumió me dejó claro que algo tenía que ver con el pasado y lo pude corroborar en cuanto apareció la primera escena de lo que sin duda sería un largometraje. Se trataba de un bebe ocupando un primer plano, como fondo se erigía una ciudad enorme y de cielo gris. El llanto continuo del bebe parecía contar una historia triste, pero de pronto fue acogido por una mujer que lo tomó entre sus brazos con ternura, era hermosa y derramaba bondad, la pude reconocer en el instante, era mi madre, entonces entendí de que se trataba todo, el pequeño niño, mi madre, la historia de mi vida. La memoria me devolvió de inmediato el recuerdo de años pasados, evocaba casi todo con claridad, empero, lo que observaba me hacía sentir como un extraño, como si mi propia historia estuviera siendo escrita allí mismo, cada escena me daba la sensación  de ser nueva. Mi infancia fue tan buena, la había olvidado, la casa enorme del jirón Bolognesi en Coracora, la huerta y los animales, las rosas del jardín y esa melodía que se me hacía familiar, por fin podía identificarla, era la sinfonía 40 de Mozart, aquella con la que mi padre me había enseñado a silbar y que ahora era la banda sonora de esta extensa película, por la que por cierto, vi pasar personas amadas, desde mi familia hasta los amigos, mis grandes amores e incluso gente de las que no había vuelto a saber nunca más. Pero aquello no era el fondo de esta tragicomedia bizarra, lo presentía y lo confirmé cuando llegamos al instante de mi muerte, aquella única parte de mi existencia de la que no sabía absolutamente nada, salvo, que había ocurrido cuando era aún bastante joven.
Estaba sentado en la banca de un parque, dentro de una ciudad desconocida, traía el rostro cubriendo mis manos con evidente pesar, me veía bastante saludable, pero en cuanto levanté la cara, develaba una pena profunda. Poco después, me puse de pie y me fui caminando por una larga y desolada avenida, luego, me detuve frente a un teléfono que había aparecido de la nada, cogí el auricular y hablé con alguien, no había forma de saber con quién, pero se notaba que la pena se ahondaba con cada palabra, finalmente, arranqué el teléfono y lo tiré furiosamente en un tacho de basura, seguí mi camino y en la ruta, empecé a encontrar paginas sueltas y luego libros, filas de ellos, formando largas hileras, entonces pude reconocerlos, eran los libros que había escrito durante toda mi vida y las páginas correspondían a mis textos en proceso. Comencé a recogerlos con desesperación y cuando tuve entre las manos todo lo que podía cargar, seguí mi rumbo. Más tarde, me detuve frente al portón enorme de un gran edificio, para ese momento, vestía traje y corbata, intercambié palabras con un hombre que fungía de vigilante, intenté entrar a la fuerza cargando los libros, pero el hombre me indicó con claridad que no podía pasar con ellos. Me senté a esperar en la puerta durante varias horas, no sé qué, ni a quien, parecía esperanzado en la llegada de alguien que me permitiera pasar con los libros, pero nunca sucedió, y ya al caer la noche, agotado y hambriento, con el traje hecho harapos, como si hubiera pasado mucho tiempo, dejé mis libros tirados nuevamente, a merced de la noche y del crudo viento que por ahí circulaba, finalmente entré en el edificio, volteando de rato en rato con rabia, viendo como todo aquello en lo que había invertido mi vida, se perdía en minutos de modo irreversible, todo se había hecho trizas, aunque pude divisar la última hoja entera ya en lo alto del cielo, siendo rasgada por los latigazos de aire, dos, cuatro, diez, cien mil pedazos y luego solo polvo de lo que hasta entonces habían sido las bases de mis sueños. En ese momento me desplomé. La atención fue inmediata, intentaron auxiliarme, me subieron a una ambulancia, me trasladaron al hospital, pero no volví a despertar. La película acabó en ese punto, no hubieron créditos, solo la sinfonía de Mozart que siguió sonando, y un caudaloso charco de lágrimas a mis pies. Las luces se encendieron nuevamente, pero nadie aplaudió, los otros cadáveres, incluso los de la alegra orquesta, me miraron con profunda lastima. Caí de rodillas doblegado por el dolor y la angustia de lo recién visto, entonces ellos, todos, las decenas o cientos de los que allí estaban, se acercaron me ayudaron a ponerme de pie nuevamente, me abrazaron con todas las fuerzas de sus esqueletos y lloraron conmigo.

- Doctor, vengo a presentar mi carta de renuncia, me voy definitivamente.
- ¿Pero qué estás diciendo, ha ocurrido algo malo?
- No doctor, me voy porque anoche tuve una revelación en un sueño.
- ¿Revelación, acaso es una broma? ¿No me digas que vas a renunciar por un sueño?
- Así es, y es que no fue un sueño cualquiera.
- Supongo, todos los sueños tienen algo de especial, pero eso no significa que dejemos un trabajo como el que tú tienes por ese motivo.
- Doctor, la cuestión es bastante sencilla, mi sueño trató sobre mis sueños, voy a dedicarme a escribir, es solo eso.
- ¿Escribir? Jaja, ay muchacho iluso, ¿tanto por eso? Pero que absurdo más grande, quien puede vivir de escribir, por favor, te vas a morir de hambre.
- Tal vez doctor, pero así, morirme de hambre me tomará por lo menos diez años o más, en cambio sí me quedo, moriré mañana llegando a la oficina.
- ¿De dónde sacas esa barbaridad muchacho, estás loco o me estás jugando una broma?
- Ninguna broma doctor, me lo advirtieron ellos cuando me abrazaron.
- ¿Quiénes?
- Los de la orquesta.

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