Hace siglos el hombre
decidió hacer de la venganza un instrumento socialmente permitido y regulable,
para eso lo codificó le buscó un nombre moralmente aceptable y lo llamó
justicia. Y con ese disfraz se han permitido pequeños o grandes actos criminales
de unos contra otros y se han derrocado
imperios y escrito páginas negras en la historia, así fueron condenados Jesucristo
y Sócrates y por supuesto también entre ciudadanos comunes y silvestres, invisibles
gotas de veneno han sido inoculadas para destruir vidas. Y lo han logrado. En
eso pensaba esta mañana mientras recorría el camino hacia el pabellón 11-A del
penal Cristo Rey. Una ruta eternizada por la falta de pasadores en las
zapatillas debido al decomiso en la entrada y por el acoso constante de los reclusos
que como hojas secas desprendidas de un árbol muerto hace muchos otoños, van y
vienen, pidiendo “Alguito” a cambio de caramelos o de su servicio no solicitado
como guías o tal vez por el simple miedo al ir adentrándose en el más
indeseable de los submundos, un pequeño tártaro que reúne a las mentes más
retorcidas de la sociedad.
Casi una decena de puertas
de acero van aislando los pabellones, rejas y más rejas, cerraduras inexpugnables,
muros que parecen gigantes observándolo todo, callados pero en estado de alerta,
luciendo sus frondosas melenas hechas de alambres de púa, guardias que van llenándote
el brazo con sellos y los oídos de preguntas con sabor a amenaza, tal vez
porque en el subconsciente tienen fijada la idea de que quien visita es más o
menos lo mismo que quien es visitado. El periplo termina cuando atraviesas la
última puerta y te encuentras en las entrañas del averno, rodeado de ladrones, psicópatas,
violadores y toda clase de joyas antisociales que fijan sus miradas sobre ti al
mismo tiempo y que se aproximan en manada, olfateándote como hienas hambrientas.
Bienvenido al infierno. Dar marcha atrás es imposible, el último guardia tiene
su escritorio afuera, la pesada reja es cerrada de inmediato y resguardada por los
propios presos, otro de ellos va tomando nota de los datos de la visita, otro de
darle aviso a quien se busca, otro de indicar donde esperar, otros de ofrecer postres
o comida que preparan para vender a los visitantes, otros de mirar con desdén
escupiendo la ilusión marchita de ver que quien ha llegado no es aquel a quien llevan
esperando días, meses o tal vez años. El instinto hace que uno se cuide las
espaldas, el momento dura el doble, adentro el tiempo transcurre a un ritmo
diferente indudablemente, es lento, eterno, tal vez por eso no hay relojes de
pared, la salsa dura que se escucha en los parlantes de todo el pabellón aísla
las conversaciones, hay que leer el lenguaje corporal, los más jóvenes deben
estar hablando de sus record delictivos que generalmente los enorgullecen, los
más viejos, de lo mucho que tarda la muerte en llegar; hay a quienes les quedan
meses para salir y otros que no saldrán nunca, sus rostros lo evidencian, unos
mascullan rabia, desesperación, otros, tristeza. Resignación.
Junto al comedor – que hace
también de sala de visitas - hay un patio, allí reposan la mayoría de ellos, no
hacen nada, buscan un poco de sol, entran, salen, saben que el tiempo sería más
llevadero si aprovecharan los talleres que tienen a disposición, podrían
aprender un oficio y cambiar sus destinos, pero no quieren, para muchos ese es
su mundo, su familia, son fieras acostumbradas al cautiverio y una vez en
libertad al no saber qué hacer con ella buscan volver a sus jaulas.
La espera termina cuando cruza
el marco de la puerta un hombre diferente a los demás, es él, mi amigo de la
infancia, de la adolescencia, de toda la vida, finalmente lo puedo ver después
de varios años, su sonrisa bondadosa no ha cambiado, carga una mochila con el
material que usa en su taller de cerámica, se ha vuelto un maestro artesano, cuando
salga se dedicará a eso o a la música porque también es el experto tecladista
de la orquesta del 11-A. O a ambas cosas. Me muestra parte de su extraordinario
trabajo, ha aprovechado bien el tiempo y gracias a eso saldrá pronto, el
aparato judicial le dio la espalda a pesar de ser un hombre de bien y de haber
sido condenado sin pruebas por un acto de venganza, por eso aceptó con valentía
la desgracia y buscó una ocupación que le ayude a reducir la pena. Las penas. A
no perder la razón en ese lugar donde muchos enloquecen. Cuando no está en el
taller se dedica a leer la biblia o a los ensayos con la orquesta o a darle
clases de tarola a los de la banda de músicos del penal o a hablar por teléfono
con sus hijos o con su madre que cuenta las horas para volver a verlo
atravesando la puerta de su casa en la avenida 9 de diciembre, desde donde todavía
niños salíamos en viejas motocicletas para recorrer las chacras de Coracora y a
donde planeamos volver un día para celebrar su libertad. Nuestra libertad.
La salida es más difícil,
hay que pagar deudas nunca adquiridas pero pendientes con los vendedores, volver a arrastrar las zapatillas
sin pasadores durante el extenso tramo de regreso y hacer una cola larguísima
bajo un sol inclemente.
El carnet de abogado
no me dio privilegio alguno como yo creía. Adentro todos somos iguales. Me
hubiera disfrazado de cura. Hay que respetar la fila. Hay más orden en el penal
que en el país. La justicia es tuerta. Hasta luego al inframundo…